SOROLLA EN NEGRO. MAR DE TORMENTA, VALENCIA.
Un cuadro de esa exposición del Museo Sorolla de Madrid me trajo recuerdos de la última visita a La Malvarrosa, el día nublado y un paisaje que el pintor que perpetuó tan sólo con la espuma que parece desprender un enfurecido mar y el murmullo de las olas erizadas por el viento. En la sala del museo hay una frase escrita en la pared que ensalza el color de los cuadros de Sorolla: "En las aguas pictóricas de Sorolla el cauce es siempre profundo, y siempre claro, hasta en los negros (...)". Martín Domínguez, "Paleta de Sorolla. Negros", Las Provincias, 1 de junio de 1944.
En el horizonte, aquella mañana de noviembre, cuando nos disponíamos visitar de nuevo La Malvarrosa, los nubarrones se teñían, como en el cuadro, de negro.
LA MALVARROSA
Era sobre las diez y media de la mañana plomiza cuando entramos en el Museo de Bellas Artes de Valencia. Nos paramos para ver la Virgen de la Leche de Bermejo y, poco más adelante, en otra planta paramos quince minutos después frente al busto de Blasco Ibáñez obra de Benlliure. La imagen de Blasco Ibáñez nos recordó que aún debíamos ir a la Malvarrosa. En la salida del museo preguntamos a uno de los guías del museo cómo podíamos ir a la Malvarrosa donde nuestro único objetivo era comer allí y pasear por la playa, aunque parecía que el día no iba a acompañar. El joven bedel nos nos indicó el tranvía, el 4 que sale del Pont de fusta, dos calles más arriba del museo. En el andén coincidimos con dos señores viejos, Ovidi y Vicent. Iban también a la Malvarrosa, a comer paella. Le pedimos consejo. Nosotros somos primos -nos dijo Ovidi- vamos a comer a La Carabela. Siempre vamos allí. Tenemos la paella encargada. Con un gesto de complicidad, como a escondidas, sacó del bolsillo interior del gabán un paquete pequeño envuelto en papel de aluminio. Lo abrió y nos mostró dos cucharas de madera. La paella -nos dijo- se come mejor con cucharas de madera. Le dije que nosotros habíamos comido una vez en Casa Carmela. Ah!, eso está al final de la playa, donde la casa de Blasco Ibáñez -pronunció Ibañes- es más caro, nos dijo medio resignado, como si el lugar fue para otra gente. Interrumpió dos veces la conversación para mostrar al primo Vicent, que vivía en Zaragoza, donde trabajaba el hijo. Para volver -nos dijo-, debéis tomar el tranvía en el mismo sentido, hasta la parada Pont de fusta, que quiere decir puente de madera. Antes -recordó- los puentes eran de madera, al menos ése, que se lo llevó la riada del año 57, ahora ya no los hacen de madera. Bajamos en Dr. Lluch y desde allí, mientras callejeábamos camino de la playa nos contaban cómo era la zona hacia los años 60 y la casa de baños y el casino o balneario donde tenían prohibido entrar y bañarse en la playa de enfrente al balneario, pero, añade Vicent, entraban por el mar nadando. Llegamos frente a la playa del Cabanyal desde allí se veía el puerto de Valencia, un transatlántico y las grúas recostarse contra los negros nubarrones que ascendían desde el sur; el hacia levante un velero parecía haberse escapado de un lienzo de Sorolla.
Busto de Vicente Blasco Ibáñez (1910) obra de Mariano Benlliure |
IMPRESIONES
Fotografié este cuadro de Sorolla por su título: "Playa de la Malvarrosa. 1898". Volví al museo de Madrid donde estaba expuesto -Cazando impresiones- para asegurarme del título, porque creí que la vista de un jardín no podía representar una playa, y el título coincidía con el número asignado a la obra. Muy cerca había otra pequeña obra de Sorolla, "Efecto nocturno en El Cabañal. 1904", pensé que quizá esta obra fuese más apropiada para esta entrada, pero no conseguí que las fotografías captasen la imagen como yo quería; al final deseché todas las copias que hice del cuadro. Y así volvía, una vez tras otra, al museo, para estudiar la luz y el color en estos cuadros de Sorolla, para mí era como un juego sobre el propio juego del pintor que cazaba impresiones en pequeñas piezas en cartones, tablillas y papel, sus "apuntes", "manchas" o "notas de color" como él se refería a ellas. El Museo Sorolla bien vale su tiempo.
EL CABANYAL
Madrid. Sobre la mesa del centro cultural había varias revistas de expurgo de sobre El Cabanyal. Es una historia oscura -decía Gus, que era arquitecto, mientras dibujaba en la esquina de un folio hablando como distraído- creo que tenemos que apoyar esa lucha. Aquella oscuridad se traducía, según nos explicó, en derribar el barrio valenciano, el barrio de pescadores, con el argumento de dar salida a la ciudad al mar, o parte, sólo parte del barrio, no recuerdo bien, era, decían, un barrio degradado pero, callaban que cargado de arquitectura modernista. También recuerdo que hubo mucho ruido: televisión, manifestaciones, alborotos. Al cabo todo aquello se apagó, como todas esas historias que caen en el olvido, hasta que aparecieron aquellas revistas sobre la mesa del centro cultural.
Eran varios ejemplares repetidos de dos números de la revista Cabanyal portes Obertes. Una de 2010; la otra de 2013, la número XV en la que, con firma de Lluis Cerveró, en valenciano, comentaba que hacía quince años se constituyó la Plataforma Salvem el Cabanyal-Canyamelar-Cap de la França para oponerse al derribo de la parte central del barrio, que se pretendía, para abrir la prolongación de la avenida Blasco Ibáñez. Era el 23 de abril de 1998 y en aquellas fechas buena parte del barrio estaba catalogada como conjunto histórico protegido.
Viaje a la Malvarrosa. El autobús estaba casi vacío. Aquella primera hora de la tarde paró frente a un edificio, como si fuese una estación en el que se podía leer en un cartel: Cabañal. Un amigo, el amigo de un amigo, nos recomendó no pasear por el barrio, aunque me hubiese gustado hacerlo. Del autobús se bajó un viajero, al abrirse las puertas un olor acre y húmedo desde la calle inundó el interior del coche. Cuando el conductor cerró las puertas llegó una mujer joven a la carrera y se paró frente a él en la acera. Volvieron a abrirse las puertas. La mujer subió sin decir nada, pagó el billete y se sentó en la parte trasera. De nuevo se cerraron las puertas y el autobús continuó el trayecto. Por la ventanilla tan sólo pude ver las calles que desembocaban en la calle por la que circulaba el bus. Un viaje anodino que sólo lo interrumpía el sol que se filtraba implacable a través de los cristales sucios de la ventanilla y el trajín de viajeros que subía y bajaba y se alternaban de pie junto a mi asiento. No supe por qué seguí el consejo del amigo de aquel amigo y no me bajé para continua mi camino a pie. El autobús, en el viaje de vuelta, retornó por una calle por la que ya habíamos pasado un par de veces y parada tras parada se fue llenando, la marcha era cada vez más lenta, al ritmo que marcaba el atasco de la tarde adentrándose en la noche a través de una arteria colapsada hacia el corazón de la ciudad.
El viaje sólo tenía un propósito, la playa de la Malvarrosa para ver la luz que pintó Sorolla. El conductor del autobús nos avisó de que habíamos llegado. Nos dejó junto a una rotonda al límite con la playa de La Patacona. Desde allí anduvimos un largo trecho. Aquel mar y aquella luz ya no eran las de hacía un siglo, de aquellos años sólo quedaba, reconstruida y casi vacía de contenido, la casa de Blasco Ibáñez, ajeno a la avenida que debía derribar medio barrio que acabábamos de cruzar. Desde allí hay un paseo muy largo hacia el sur, donde se adivinaba, a lo lejos, el puerto de Valencia; enfrente un grupo de palmeras y a levante, el mar, una playa larguísima y blanca, sin bañistas, ni barcas, ni pescadores, sólo un velero, un grupo de paseantes y un perro corriendo por la arena; a poniente las últimas casas de pescadores reconvertidas muchas en restaurantes y en apartamentos. Antes de embarcarnos de nuevo en el autobús de vuelta a Valencia visitamos la casa de Blasco Ibáñez:
"...
Muchas veces, al vagar por la playa preparando mentalmente mi novela, encontré
a un pintor joven -sólo tenía cinco años más que yo- que elaboraba a pleno
sol...
...Este
pintor y yo nos habíamos conocido de niños, perdiéndonos luego de vista. Venía
de Italia y acababa de obtener sus primeros triunfos...
...Trabajamos juntos, él en
sus lienzos, yo en mi novela, teniendo enfrente el mismo modelo. Así se reanudó
nuestra amistad, y fuimos hermanos, hasta que hace poco nos separó la muerte.
Era Joaquín Sorolla." Vicente Blasco Ibáñez, prólogo de Flor de Mayo. Valencia. Prometeo 1923.El texto estaba escrito en la pared de una habitación; era prácticamente el mismo que un tiempo atrás había leído en el Museo Sorolla de Madrid.
Vicente Blasco Ibáñez en el jardín de su casa en la Malvarrosa
Fotografía de la casa-museo
La comida en la barca. Joaquín Sorolla. Óleo sobre lienzo, 1898
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