Si en algún lugar están más acorde las fotografías de Pilar Pequeño ese lugar es el Jardín Botánico. Había visto una, al menos, en la la sede de Amigos del Museo del Prado; ahora de forma inesperada vi el anuncio de esta exposición en el Botánico de Madrid, justo en el momento en que eclosiona la primavera, donde el público y artistas se arremolinan frente a los parterres, fotografiando y pintando. Hace tiempo que no veo a Pilar, pero tengo un grato recuerdo que con esta muestra vuelve a traerme a la memoria la paz inmensa que transmiten sus flores, sus hojas y su obra. Con el título Tránsitos. El agua, la luz y las plantas en la obra de Pilar Pequeño, en la que nos trae entre otras imágenes rebosantes de color y quietud, unas primeras imágenes exquisitas en blanco y negro.
Bodegones. Acelga (1983) |
Tránsitos. El agua, la luz y las plantas en la obra de Pilar Pequeño en Jardín Botánico de Madrid, plaza Murillo, 2 de Madrid.
Años después, -cinco parecen una eternidad- paseo de nuevo frente a las imágenes de Pilar Pequeño, y en el mismo lugar, en la galería Marita Segovia. Si en aquella ocasión fue la percepción de la luz lo que me sedujo, un viaje a través de la voluptuosidad de unas flores capturadas entre minúsculas burbujas en el agua, éste era rememorar de nuevo la vuelta a un lugar favorito como propusiera Proust, en su elogio a la lectura. Un viaje a un pasado reciente para descubrir nuevas sensaciones, las mismas si cabe pero renovadas, como si las imágenes sean, y son capaces, de sustituir al libro, nuestro libro favorito que induce a la lectura, a una nueva lectura sin más texto que el que nos proporciona el color, incluso la ausencia del color, para perpetuar en nuestro subconsciente la imagen de la flor preferida, buscar los aromas ausentes que percibimos antaño y provocar en nuestro cerebro el mágico engaño, la ficción y el hechizo de la fotografía.
Pero esta vez no era el elogio sublime de la lectura, aunque sí podría apreciarse esa parte en la que Proust se dedica a describir los silencios de sus familiares entorno a los gustos y sabores de las comidas, las vajillas y los fogones, el punto de sal del tal o cual plato que al probarlo, apenas rozando los labios, -la abuela, o quizá la madre- esperaban impacientes, hasta el martirio, una opinión que sentenciara que aquella fruta no estaba lo suficientemente madura o almibarada. Esa parecía ser la sensación del espectador frente a las fotografías de Pilar Pequeño, al revivirlas en su obra: el color suave de los membrillos o esos grises que conforman el blanco y negro, donde refulgen destellos de ciruelas, uvas o brevas que descansan sobre bandejas de plata, -se me antoja plata porque también pudieran ser aluminio o alpaca-. Es en estos detalles donde se cumple el axioma de que la obra de arte no ha de ser explicada cuando tiene la virtud de sugerir y provocar sensaciones en el espectador. De ahí el delicioso recuerdo de los argumentos de Proust tan apropósito de la lectura ahora en estas imágenes.
Y el ambiente, el entorno, la sala que alberga las fotografías y el diálogo de éstas con las piezas de Rafael Muyor nos traslada de nuevo a Proust y el recóndito lugar donde leía con pasión, y al igual que él esperaba que los mayores se acostaran para tomar de nuevo su libro, el espectador espera que le dejen solo en la galería frente a las obras que sugieran emociones y, en su soledad, recorrer detenidamente las salas de la galería, deambular entre cuadros, muebles y esculturas, y buscar en ellas la belleza de esos objetos -los que detalla Proust- que habían llegado a su dormitorio no en función a su comodidad, sino por puro capricho, un capricho que procuraba que su habitación pareciese hermosa. Y de entre esa belleza que se degusta a solas, surgen las obras de Pilar Pequeño, acomodadas entre muebles de la galería como los grabados de obras famosas que adornaba la habitación de juventud del escritor francés, para reconfortarnos y degustar su obra.
Pilar Pequeño en Galería Marita Segovia, calle Lagasca, 7 de Madrid, hasta el 27 de julio de 2019
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